martes, 7 de marzo de 2017

Paqui y la fábrica de chocolate.



Relato no premiado en el concurso on line para una antología de relatos cortos editada por el director de cine Juan de Dios Garduño para Palabrasdeagua Editorial:
 
Todavía el agente López, policía local encargado de la circulación y el tráfico a la entrada y salida del colegio, asustaba a los chavales siempre que tenía ocasión con la vieja leyenda de los muertos en la fábrica de chocolates que reinaba en la colina. Al este del pueblo, mediano y deprimido con la crisis, en un polígono industrial cuyas naves habían sido abandonadas en su mayoría, se alzaba la factoría de turrones y dulces al cacao que, después de la Guerra Civil, endulzó la vida de los niños de toda la provincia y parte del extranjero… a la misma se accedía pro l última avenida del parque tecnológico-empresarial, de asfalto resquebrajado y grisáceo por el desuso, que acababa en cuesta ante la verja, cuyas volutas de forja negra languidecían enrobinadas bajo el rótulo de hierro, que continuaba rezando: “Chocolates El Avellano”. Al que le faltaban tres letras y el resto se retorcía bajo la lluvia, persistente y fría, de ese noviembre, triste y oscuro como cualquier otro.
Siempre se rezagaban los mismos a la salida del cole. Aquella pandilla existía prácticamente desde que los cinco coincidieran en infantil. Eran amigos desde que aprendieron a hablar; y con el tiempo se habían vuelto tan inseparables que en el pueblo incluso se extrañaban, suponiendo en sus tópicos cotilleos tras persianas y visillos, si uno de los cinco no iba por ahí, de aquí para allá, con el resto. López se lo pasó en grande, aprovechando que ya casi ningún coche pasaba por la oficialmente reconocida como “zona escolar”, relatando cómo aquellos operarios: peones industriales de clase baja, fueron víctimas de un terrible accidente en el que los distintos mecanismos del circuito industrial que recorrían los ingredientes engulleron literalmente, atrapando miembros o vestiduras, sus cuerpos… convirtiendo las tabletas al final de la cadena en onzas de sangre, vísceras y pellejo sanguinolento. En realidad se trató de una explosión del circuito, que mató a un puñado de pobres desdichados, pero López y los de su quinta; quienes eran niños de la edad de los ahora oyentes entonces; habían logrado crear un aserie de relatos espeluznantes sobre el caso, adornándolos con su macabra y no siempre bienvenida por los lugareños imaginación.
Alentados pues por la narración, tras hacerse con unos bocatas y mentir a sus padres sobre los deberes, Rocío, Paquí, Pepe, Carlitos y Kevin se subieron a sus bicis con la inocente y descabellada misión de colarse en la ruinosa factoría. Como en esa época del año se hacía de noche a eso de las seis, y el viento gélido se aliaba con la lluvia sobre los bajos y rojos tejados, todos llevaban bien chubasqueros coloridos bien chaquetas abrigadas y esas bufandas negras, de lana fina y prieta, que se habían puesto de moda aquel otoño entre las agujas y sobre las mesas-camilla de sus abuelas. Las naves terminaban en la rotonda donde comenzaba la cuesta. Dos filas de retorcidos y secos años atrás almendros custodiaban la avenida, de un carril para cada sentido y sus arcenes, como centinelas eternos de un secreto letal oculto bajo la tierra. Presas de los ladrones de cobre, dos tercios de las anticuadas farolas encorvadas hacia la calada desde la fábrica hacia abajo dormían apagadas. Mas, extrañamente incluso para el inspector de la Compañía Eléctrica encargado de tales menesteres, un foco de luz amarilla permanecía encendido perenne, como una alegoría de un pasado mejor, a la izquierda del arco férreo que sostenía el letrero de forja ya descrito.
En verano polillas suicidas servían allí, revoloteando estúpidas, de cena para toda suerte de dragones y lagartijas.
Los cinco se detuvieron un instante vera a la rotonda bajo la tranquilizadora luz blanca, y una lluvia que empezaba a ser demasiado molesta; pero el más decidido, y quien llegó el primero por dársele bien eso del pedaleo, Carlitos, rompió el hielo con una sonrisa algo maliciosa esbozada en su pecosa cara.
La pandilla apoyó su pie derecho casi al unísono, dejando firme el izquierdo sobre el pedal por si acaso en el asfalto frente a la puerta transformado ya en barro. De los manillares colgaban mochilas con la merienda y, con un sol esquivo escondido en poniente al lado de la Sierra, un relámpago iluminó, provocando el respingo o el escalofrío en alguno de ellos, el cielo y los hierros rectos y desviados que separaban la realidad de otro mundo: el de la aventura, la valentía, la imprudencia y el atrevimiento.
Como el candado y las cadenas que cerraban la gran puerta eran gruesos y estaban afianzados, los chicos hubieron de buscar un método para entrar que no les causase más magulladuras o raspones de los que, acostumbrados a misiones como la presente, estaban dispuestos a sufrir. Saltar la verja, dejando sus bicis – las que más nuevas, premios o regalos de las comuniones celebradas el mayo pasado – a merced de la tormenta, con el salto posterior y el horizonte de alguna torcedura, no era una opción. Por lo que, yendo hacia la derecha por la ya desdibujada senda que recorría la verja, con un ribazo no muy alto de piedras y malas yerbas, buscaron y hallaron el típico roto en el cerramiento metálico que todo complejo abandonado como aquel debía de tener. La lluvia arreció, pero todavía no tuvieron que lamentar manchurrones de barro al pasar medio de rodillas por el hueco, arrastrando con todo el cuidado que les fue posible las bicicletas tras de sí. A quien más le costó fue a Pepe, más rechoncho que el resto pero igual de osado, que solía pasarlo peor que sus compis en lances como el que ahora le ocupaba.
La fábrica se encontraba en el centro del recinto. Desde el roto de la valla hasta la puerta, los chicos atravesaron un campo de grava, la calle asfaltada por donde antaño trasegaban los camiones de carga y descarga a los muelles, y un pequeño jardín de rosales secos y negros, matojos que quizá fueron bellos décadas atrás y un gran árbol, de dudoso nombre en sus infantiles vocabularios, que extendía sus ramas rotas y pardas a un cielo ya negro y copado de nubes lloronas que se estremecían entre centellas y rayos.
La puerta estaba entreabierta. La hoja derecha no tenía las bisagras de arriba, y colgaba de los goznes mostrando una rendija oscura de las entrañas monstruosas del edificio. Pintadas obscenas y calaveras mal dibujadas, amén de alguna esvástica o emblema comunista tachándola, decoraban el pórtico de pintura gris y azul marino. Dejaron las cinco bicis a buen recaudo, apoyadas en el muro izquierdo y a resguardo de la gélida lluvia, y entraron en el orden de siempre: Carlitos a la vanguardia, seguido de Pepe – por si no cabía y había que ayudarle con un empujón – y Paqui, con Kevin y Rocío, la más miedosa del grupo quizá, que solía pensárselo dos veces antes de actuar ante cualquier dicotomía que se le presentase en la vida.
Todo estaba oscuro al principio: un negror insondable era lo único que podían percibir desde los primeros metros de lo que parecía un vestíbulo, con escaleras que ascendía a las oficinas y un pasillo que conectaba la entrada de administrativos y visitantes con la factoría. Los obreros entraban por otra puerta, a la izquierda y al volver desde allí, donde también se encontraban el aparcamiento y el comedor. Peor pronto sus neófitos ojos se acostumbraron a las sombras y distinguieron las pequeñas bombillas, naranjas y rojas todas, habidas en los plafones rectangulares de emergencia; que habían seguido encendidos todo el tiempo desde que cerraron tras el accidente hasta esa noche de tormenta y noviembre.
Decididos a no separarse, se adentraron en el pasillo que llevaba a las zonas de producción y los muelles, primero de entrada de material, y más allá y después de los almacenes, de expediciones. Tras algún mal chiste e imitación de fantasmas pululando, Pepe decidió que era hora de meterse el bocata de chorizo embutido con mayonesa que su madre le había preparado entre pecho y espalda.
-¡Pero tío, -espetó Kevin –espera a que encontremos un buen sitio y merendamos tós juntos! –y añadió –seguro que Rocío ha traído Coca-Cola y vasos…
-Pues sí… -afirmó Rocío con desdén. Sus padres eran los que más altos sueldos tenían de los de la pandilla, y su bici era la mejor, y siempre, pero siempre siempre, solía aprovisionar al resto… aunque nunca lo confesó, su madre sentía lástima por muchos de sus vecinos, que se encontraban en paro o currando sin ser dados de alta, como los de Carlitos o Paqui, que sobrevivían del campo y los subsidios.
Las paredes fueron blancas, hoy amarillas donde la humedad se había abierto paso y grises o parduzcas donde las alimañas habían anidado con toda clase de huevos, telarañas y demás adornos de Halloween vivos. Kevin abrió su mochila y sonrió: solía ser el único realmente preparado para todo tipo de incursiones urbanas como aquella… encendió su pequeña linterna y todos, aunque jamás lo confesarían, suspiraron para sus adentros aliviados. Aquel lugar, en esas circunstancias, daba mucho yuyu.
-Seguro que llevas hasta la PSP… -bromeó Carlitos a pesar de todo; Kevin no dijo nada, a sabiendas que si afirmaba que, por supuesto, la había llevado consigo, conseguiría la mofa en el atrevido de su amigo.
Un ruido, de una rata tal vez, correteando por los conductos de ventilación, de esos de aluminio galvanizado redondos que se solían sujetar por abrazaderas y tornillos a las paredes, les hizo gritar y salir corriendo por el pasillo como si fueran petardos alentados por el masclet que inicia la traca. Todos se detuvieron, entre el jadeo y la risa nerviosa; amén de que Pepe había perdido su bocata de chorizo en la carrera; en una sala extraña… como una oficina pero con bancas.
-Esto pudo ser una sala de descanso o algo… -musitó Paqui.
Pero lo más raro era la tele: una tele de esas con culo y botones en el lateral derecho de la pantalla convexa, que estaba encendida con la “niebla” de la carencia de sintonización zumbando cual enjambre de moscas. El aparato se encontraba en la mesita del rincón, y las telarañas se habían hecho con su parte superior y trasera cuales sudarios de olvido. Aunque a los cinco les pareció extraño, solamente Kevin se acercó lo máximo posible…
-Me encantan estos trastos. –Dijo.
-A ti todo lo que lleve pilas… -comentó nuevamente con sorna Carlitos.
Kevin alargó su mano derecha y tocó la pantalla, que tiritaba de electricidad estática. Tras el primer cosquilleo en la palma, sintió que debía quitar la mano, pero una fuerza magnética inexplicable se lo impidió…
-Chicos… -dijo y -¡Aaaaaaagh! –De la tele salieron unos rayos azules y blancos que rodearon por todas partes el cuerpo de Kevin, pegado por su mano al electrodoméstico… el resto empezó a gritar, petrificado… Rocío se pegó a Pepe, quien no sabía si sonrojarse o salir corriendo… cosa que todos hicieron el instante siguiente a que los rayos de la tele quemaran la ropa de Kevin; quien no cesaba de gritar de dolor; para luego carbonizar su piel, su carne, y dejar donde antes hubo un  niño un montón de huesos oscuros y humeantes. El olor a carne quemada invadió la estancia, y los gritos y alaridos se dispersaron, con los niños corriendo cada uno en una dirección como pollos sin cabeza.
Carlitos se dio cuenta de que no tenía la mochila, y de que ya no estaba gritando; a expensas de que sí podía escuchar cómo otros lo hacían por aquí o por allá; cuando se detuvo ante un socavón que partía el suelo. Apenas iluminado el lugar (una zona industrializada, pues le rodeaban máquinas de acero mohoso por doquier) por la luz de emergencia anaranjada que tenía justo en el cogote, pensó en desandar el inconsciente camino recorrido, y buscar a su perdidos compañeros de andanzas.
Pero entonces, y cuando ya se había dado la vuelta, oyó una voz megafónica; al igual que los otros tres que quedaban con vida; reír a carcajadas:
-Jajajaja… parece que a vuestro amiguito le gustaba mucho la televisión… una pena, ¿no es así? Jajajaja… -la voz parecía proceder de todas las paredes a la vez, masculina y grave, como al de los malos de las películas de dibujos.
Carlitos, con el corazón a mil, se giró de nuevo… cerró fuertemente los ojos y apretó los puños, hundiendo las uñas en la carne, como si el dolor físico fuera a disipar el miedo incontenible que ahora el abatía las entrañas…
-Eres fuerte, -dijo en voz alta, temblando –eres fuerte… capaz de todo… eres el mejor… -los puños se abrieron; los ojos también; el respirar fue cobrando cierta pausa; e incluso el corazón pareció restablecer su frecuencia normal. Tragó saliva y dijo, ya sin temblar y con seguridad: -No hay nada que tú no puedas hacer. –Las últimas palabras de su difunto abuelo, que infundió en su nieto las características de seguridad y competitividad que no pudo inculcar al pusilánime de su hijo, sonaron con eco triunfante en la sala, de dimensiones desconocidas para Carlitos. –Sólo es un hueco, -dijo al asomarse al hoyo  ante sí –sáltalo y sal de aquí por la primera puerta de emergencia que encuentres…
Dio unos pasos hacia atrás, tomó aire llenando sus pulmones un par de veces, cogió carrerilla con esas piernas atléticas que la genética le había concedido, y saltó… mas, cuando estaba en el cénit del brinco, una mano negra y gigante, del tacto del humo y la fuerza de un titán, lo agarró y se lo llevó a las profundidades. El grito se fue apagando hasta ser imperceptible por Pepe, Rocío o Paqui… que se hallaban solos y perdidos también. La mano gigante, sin embargo, siguió con su viaje al corazón del negro abismo, asiendo a un Carlitos que continuaba desgañitándose, con lágrimas en los ojos y dolor en la garganta, sin ver otra cosa que el rostro ignoto de la oscuridad.
Años después, la mano seguiría descendiendo, sosteniendo el esqueleto brillante de un niño, en un pozo sin fin.
Rocío se había quedado sentada debajo del escritorio de una oficina. Creyó haber visto la puerta por donde entraron, pero la adrenalina y el miedo le habían obligado a subir escaleras y esconderse donde ninguna voz pudiera encontrarla… la misma voz que los tres volvieron a escuchar; con Rocío apretando párpados y dientes como único escudo contra el pánico:
-Jajajaja… vuestro amiguito, el rubio de ojos claros, el fuerte y valiente, el que siempre gana… -así todos pensaron en Carlitos inmediatamente –parece que ha perdido… -y susurró con tenebroso timbre, disfrutando de lo que decía y cómo lo hacía –por última y única vez. –Para ser estentóreo y escandaloso de nuevo -¡Jajajaja!
-Es una pesadilla… -dijo el subconsciente de Rocío, queriendo huir con la mente y el alma lo más lejos posible de allí.
-Claro que es una pesadilla. –Oyó una voz delicada, infantil y femenina como la propia, que le provocó abrir los ojos y buscarla alrededor.
Entonces vio aquellos ojos: una mirada dulce pero felina que la observaba al otro lado de la oficina: era una gatita blanca, de pelo de algodón, con las pupilas grandes y verdes, de un esmeralda puro y limpio como la quimera del amanecer estival en una playa de Bali. Una gata que ronroneaba, y le decía:
-No tienes que tener miedo… es tu sueño: puede ser lo que tú quieras…
Rocío empezó a gatear hacia ella sobre los fríos y mugrientos manises de un blanco dudoso, escabulléndose bajo el escritorio.
-Es cierto… es mi sueño… -dijo en voz alta –no es posible que nada de lo que he visto sea real… y puedo ser y tener todo lo que yo quiera… -pensó en su padre, que no le dejaba tener mascotas porque odiaba a los animales, supliendo esa falta de afecto zoológico que su hija tenía con animales de juguete –como a ti.
La niña no había nacido caprichosa, pero a golpe de sueños materiales cumplidos, la habían transformado en lo que sus padres desearon que fuera…
La gatita ronroneó una vez más. Incluso parecía sonreír. Y comenzó a lamer las manos de Rocío, que la aupó y abrazó bajo otra mesa, dejando que la suave lengüita de su nueva mascota ensoñada le acariciase la piel… fue el dolor lo que la despertó de la fantasía que los monstruos que moraban en la fábrica habían creado como última cena para Rocío: la gata era una rata grotesca, de grotescas fauces, que con sus grotescos colmillos se estaba comiendo viva a Rocío… manchando su precioso anorac de marca con su sangre.
-¡¡¡¡Yyyaaaaagghhhh!!!! –El alarido sí fue escuchado por los otros dos, que seguían cada uno por su lado.
Rocío quiso apartar al sucio y hediondo roedor de sí, quiso luchar, quiso… pero no pudo. Y la rata le arrancó la cara antes de que cayera inconsciente… y toda la familia del infame mamífero fuese invitada al macabro banquete.

Pepe era quien estaba más cerca de Rocío en esos momentos, por lo que oyó el último grito de la niña como si la tuviese justo al lado. No estaba escondido, sino con la espalda pegada a una pared blanca bajo la luz roja de emergencia, por el espejismo de vana seguridad ante los sucesos que el ver lo que tenía en frente le producía. Allí escuchó pues la voz que los había atormentado dos veces ya…
-Jajajaja… la niña que se preocupa por los demás, la que siempre tiene el bocata de mortadela de la buena… la de lujosos juguetes y preciosos vestidos… parece que al fin ha encontrado a su mascota perfecta… jajajaja…
Pepe sintió una rabia inenarrable, por encima de cualquier miedo, al escuchar aquel horrible mensaje. Aunque él desconocía las exactas palabras que pudieran describir cuanto sentía o pensaba, el mensaje que sus neuronas y su corazón le daban al resto de su cuerpo era que, de cualquier modo, la terrorífica muerte de Rocío no podía estar justificada en absoluto por el nivel de vida o lo insoportablemente pijos que fueran sus padres; o por mucho que le gustase, aunque se tratara de una obsesión, a alguien la electrónica; o lo soberbio que pudiese parecer el que, en realidad porque así era, tenía aptitudes y actitudes para ganar al juego o deporte que fuese… Y una furia brutal germinó en sus entretelas, hirviendo desde lo más oscuro y profundo de su tierna alma, para calentar hasta la brasa y la llama todo el líquido vital que recorría sus arterias. Y gritó:
-¡Estoy harto! ¡Te odio, seas quien seas! –Para subir de inmediato las cercanas escaleras en dirección adonde creyó haber oído el grito de quien… en su inocencia de gordito objeto de burlas… amaba. Aun sin saber, con la adolescencia todavía muy lejos, el significado de aquella prohibida tontamente por una sociedad mediocre y obsoleta palabra.
Subió pues las escaleras de dos en dos. La luz de los relámpagos, que se repetían ahora con mayor frecuencia en el turbio cielo, iluminaban el vestíbulo de la primera planta gracias al ventanal; que también tenía algunos cristales rotos; pro donde se filtraban la lluvia, el viento, el ruido y la furia.
Sin dudar ni temblar, Pepe entró en la oficina… un montón de asquerosas ratas grises y marrones chirriaban cuales tenedores deslizándose por platos planos de fina porcelana. A algunas las apartó a puntapiés; el resto huyó como las alimañas carroñeras y cobardes que eran. Y entonces la vio: un cuerpo ensangrentado, con las tripas por fuera. Y en lugar de rostro, un amasijo mucoso, ni negro ni grana, con dos ojos deformados y brillantes, del color de la aceituna sus inertes pupilas, encima del pastel de carne, cuales guindas.
La arcada que provocó la visión dio paso al vómito, que manchó involuntariamente el cadáver… y en ese momento, con el estómago vacío y roto, con la boca plena de un sabor acre y harto desagradable, Pepe sí quiso huir… salió corriendo hasta el final de un pasillo… la cabeza le daba vueltas, los truenos no le dejaban escuchar sus propios pensamientos, y sólo quería morir… como un Romeo idiota, sobre el vómito caliente y fétido sobre el cuerpo muerto y destrozado de su amada.
De la agonía y el sufrimiento, como un salvavidas blanco y naranja en mitad del vasto océano, le rescató la luz que salía de la sala de visitas. Allí los potenciales clientes de la fábrica podían probar toda clase de exquisiteces, que el departamento comercial guardaba en expositores frigoríficos en forma de muestras. Como el niño que era, su humor cambió nuevamente, y el ardor en su desequilibrado estómago le recordó que tenía hambre nuevamente. Se enjugó las lágrimas con la manga de su chaqueta y se asomó: la habitación estaba iluminada como siempre, parecía que el tiempo había roto y deshecho todo en aquel tétrico y espantoso lugar menos aquella sala. En la pared frente a la puerta, una cámara refrigeradora contenía en varios estantes una suerte de tabletas de chocolate, turrones y bombones como Pepe jamás había visto.
Rodeó la mesa redonda, provista de cuatro cómodas butacas, y se comió todo aquello primero con la mirada. Pero luego, con el ansia canina de quien aparenta no haber comido en días, devorar todos los dulces que cabían en sus rechonchas manos… tenía la boca llena y manchada de chocolate, amén de los dedos que pelaban y chafaban las onzas, cuando “alguien” le tocó con la punta del dedo índice de la mano derecha en el hombro. Atragantado por la sorpresa y la intriga, se dio la vuelta para comprobar “quién” era el que le acompañaba en el singular festín: una tableta de chocolate con almendras de dos metros de altura, provista de patas como las de un gorila y brazos con zarpas puntiagudas del color del chocolate con leche pero peludas, así como de dos ojos grandes, inclinados hacia el centro, verdes voltio y amarillos, resplandecientes y nerviosos, y unas fauces que dejaban ver varias filas de colmillos de fumador al abrirlas, con las que dijo pronunciando cual si fuese una bestia:
-¿Te gusta el chocolate?
Pepe quiso responder que sí… pero la bola de pasta de cacao y frutos secos que tenía en la garganta se lo impidió. Y, ante el silencio de bocas entreabiertas y ojos que deseaban salirse de lacrimosas órbitas, la tableta monstruosa le arrancó la cabeza decapitándolo de un único y brutal bocado.
El cuerpo cayó y se quedó ahí sentado, quieto como un saco de cemento, con borbotones de sangre saliendo del cuello cercenado… y el monstruo se marchó, desapareciendo evanescente en un oscuro corredor, saboreando aquel último tentempié de carne humana. Las luces se apagaron: las bombillas regresaron a su estado normal de rotura y abandono; el expositor dejó de funcionar: retornó  a su sueño eterno de cucarachas y moho; y la mesa recogió otra vez el dedo de polvo que cubría impertérrito la madera negra…
-Jajajaja… -escuchó Paqui, quien andaba en esos momentos a la salida aprovechando que el Mal estaba ocupado con otro –a tu amiguito el gordito le ha podido el hambre…
-No me importa. –Dijo Paqui, cortando a la voz que, de veras, se sorprendió ante la seguridad que denotaron aquellas tres palabras.
-¿Cómo que no te importa? –Había extrañeza en el retumbar de su timbre ahora. –Todos tus amigos han muerto horriblemente… y puede que tú también lo hagas… ¿y dices que no te importa? No puedo creerte.
-Pues no me creas, pero no me importa. –Resultó la niña, y enfiló el amplio vestíbulo, a apenas unos diez pasos de la salvadora salida… los truenos y los relámpagos continuaban perturbando el cielo nocturno allí afuera… y la lluvia, lejos de abandonar el pueblo, lo estaba inundando centímetro a centímetro desde allí a la estación de trenes, desde el supermercado hasta la ermita.
Entonces, una sombra antropomórfica se interpuso entre Paqui y la puerta. Era delgada y alta como una vieja farola, parecía no vestir nada pero su piel era pintura negra y oscura como humo palpable, tenía dedos largos y puntiagudos cuales cuchillos, y sobre la cabeza una cresta de un pelo hecho con el mismo inédito material que su extraña piel… dos ojos rojos relucían sobre una boca sonriente y grande, de dientes blancos y perfectamente alineados.
-¿Y tú quién eres? –Preguntó Paqui sorprendiendo, y desorientando también, al monstruo… o fantasma… o lo que fuera.
-Soy la suma de los sufrimientos de los familiares de aquellos que aquí murieron. –Respondió con total sinceridad. –Soy el lado oscuro; y me alimento de la soledad y la desdicha; del olvido y la tristeza; que aquel terrible accidente entre estas paredes y sobre todos estos mecanismos y objetos encerró.
-Pues que sepas que no te da ningún derecho ni motivo para hacerle cosas malas a la gente que entra aquí. –Frunció el entrecejo y apretó los labios enfatizando su enfado infantil.
Por un momento Paqui pensó que aquel ser inframundano le dejaría salir. Pasando por su lado llegó a alargar su mano hacia la barra cilíndrica vertical con la que se abría o cerraba la puerta; pero, siendo extraído de la ínfima duda que la niñita pudo sembrar en su conciencia, la sombra que se alimentaba del dolor y la tristeza le rozó el hombro con uno de eso largos dedos-cuchillo negros que tenía, para hundírselo repentina y fuertemente en la piel…
Al mismo tiempo, en la otra punta del pueblo…
El agente López resopló por centésima vez : con la tormenta despeñándose sobre las calles y los tejidos, nadie se atrevía a salir a la calle… aquel turno de noche sería de esos de cuarenta cafés y otros tantos cigarrillos, que le ayudasen un poco a no dormirse y que pasaran rápidas las horas…
-López, -le sacó de su propia babia la voz de Laura, la policía oficinista que cogía las llamadas o atendía a los vecinos en la diminuta comisaría –han visto un animal salvaje o algo parecido en la urbanización de la Avenida de la Libertad… dicen que estaba volcando los cubos de basura y eso… pásate a ver si tenemos que llamar a los de la protectora o qué…
-Recibido, voy para allá. –Respondió con la emisora y se dirigió a la pequeña urbanización, de apenas unos cincuenta bungalows, más cercana al polígono industrial. Algunos jabalíes descendían en otoño e invierno, por la falta de comida tal vez, desde la cercana Sierra para rebuscar entre la basura de los lugareños. –Estoy deseando que empiecen las monteras. –Dijo en voz alta al hilo de sus pensamientos sobre aquellas bestias, y se detuvo en el parquecito donde empezaba el bulevar de adosados. -¿Qué es eso…?
Un “lo-que-fuera”, agachado y empapándose bajo la lluvia, estaba comiendo basura sobre el césped ya amarillento por las escarchas matutinas sufridas. Cuando se acercó, linterna en mano y con las gotas repicando en su chubasquero impermeable azul, se dio cuenta de que era una niña.
-Pa… Paqui, ¿eres tú?
La niña se giró, dejando su hedionda cena de huesos mordisqueados en el suelo, y lo miró con ojos desviados y una mueca torcida que dejaba caer la baba densa y blanca de la comisura de sus labios.
-¿E… estás bien? –Preguntó López, que no sabía qué pensar ante el lamentable estado de la pequeña…
No le dio tiempo a añadir nada más, cuando Paqui se abalanzó sobre él y le atacó, mordiéndole con toda la saña que le fue posible la cara.
Muerto López por las heridas que los bocados y arañazos de la nueva súper fuerza de Paqui le habían propinado, la niña le rompió el cráneo y sorbió sus blandos sesos que empezaban a desparramarse sobre la yerba. Con el estómago lleno, las fauces manchadas de sangre y entrañas, además de las manos torcidas mirando al génesis de la lluvia, gritó bajo la noche con el timbre de un gemido salvaje:
-¡¡Chocolaaaateeee!! ¡¡Chocolaaaateeee!!

FIN.

Enhorabuena a los premiados!

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